Experiencias míticas

Del Aubisque al Tourmalet: el recorrido de la gloria

Recorrer Francia al volante no sólo es una experiencia estética sino también mística. Las suyas son carreteras de leyenda. Especialmente las que surcan el Pirineo. Tan plagadas de bellos rincones como de historias inolvidables, hay recorridos que te llevan desde la impresionante naturaleza que les rodea hasta la gloria del ciclismo. En Pleno Parque Natural de los Pirineos francés, exactamente al otro lado de la frontera, las carreteras se retuercen sobre sí mismas para remontar montañas imposibles. Del Aubisque al Tourmalet. De Hautacam a Luz Ardiden. Un paseo inolvidable por el sur de Francia y por el escenario de las más grandes gestas del ciclismo, por sus ciudades, sus rincones, su gastronomía y su memoria.

Andrés Pérez Mohorte  es periodista. Actualmente disfruta/sufre una beca en El Periódico de Aragón. También es editor en Hipersónica. Sus principales pasiones son la historia, la música, todo lo relacionado con las infraestructuras (trenes, puertos, carreteras) y el ciclismo. Ama viajar, especialmente por Europa. Podéis encontrarle en twitter como @mohorte.

El pirineo francés: una vertiente muy especial

Gracias a mi cercanía geográfica he podido disfrutar de las bondades del Pirineo en multitud de ocasiones. Durante los últimos años un grupo de amigos y yo nos hemos aficionado a conocer la vertiente francesa. Lo primero que llama la atención es su perfil radicalmente distinto: la cara norte de la cordillera está completamente expuesta al viento y sus laderas son más escarpadas, más agrestes y, en muchos sentidos, más bellas. Frente a los valles y profundos valles del Pirineo aragonés, el más extenso de España, Francia presenta montañas contraídas. Una circunstancia que permite conocer el llano y sus villas en apenas unos cientos de kilómetros.

Por descontado, de la fisionomía natural del Pirineo francés nacen carreteras más complejas, con mayores pendientes y aptas para el espectáculo ciclista. También ayuda la propia naturaleza de las autoridades francesas: la cara norte del Somport o el Portalet está menos cuidada, sus carreteras son más estrechas, menos cómodas pero más bellas. La deficiencia de las infraestructuras permite disfrutar mejor tanto del paisaje como del Tour de Francia, que cada verano hace acto de presencia en estos parajes.

Suyas son las carreteras que surcamos de tanto en cuanto cuando viajamos a Francia. Siempre lo he hecho en otoño-invierno, cuando las adversidades climatológicas hacen del paseo al volante toda una experiencia y toda una aventura en ocasiones peligrosa, repleta de adrenalina y fascinación por un paisaje inolvidable. Pocas veces disfruto tanto al volante como cuando surco algunos de los puertos más impresionantes de la mitología ciclista. Carreteras que, además, me conducen a ciudades/villa muy singulares.

La primera de ellas es Pau. Es la capital del Pirineo. Llegar a ella supuso todo un descubrimiento para mí. Tras atravesar una mañana invernal las retorcidas y bellísimas rampas del Portalet, en su vertiente norte, la francesa, la carretera conduce a Pau. La primera vez que me perdí entre sus impolutas calles, entre su castillo medieval y su catedral gótica no salí de mi asombro: me sumergí por sus monumentos a la historia española, tanto a los soldados republicanos que lucharon por la libertad francesa en la Segunda Guerra Mundial como las continuas referencias a Navarra o la corona aragonesa.

De Pau al maillot amarillo

He regresado cuatro veces a Pau. Es mi casa al otro lado del Pirineo. Nunca me canso de sus quesos, patrimonio de este departamento francés. Tampoco de sus heladerías, que invitan sin tapujo a disfrutar con un helado de la panorámica del Pirineo que la ciudad ofrece en su zona meridional. Pau es ciudad inevitable para el Tour de Francia. Se ha llegado más de 60 veces. Y desde allí siempre evoco los históricos pasajes que han visto las montañas que la alumbran: Hautacam, Tourmalet, Aubisque, Luz Ardiden.

El primer conocido es el Aubisque, al que se llega tras bajar el Portalet. Es una carretera estrecha y empinada, que cuando la surqué por primera vez, en otoño, estaba repleta de hojas otoñales, rojas, amarillas y naranjas. La dicha otoñal del Pirineo se sumaba a las coquetas poblaciones, las cuales siempre invitan a disfrutar de sus aguas termales. Al volante puedo imaginar a Contador sucumbiendo ante Rasmussen en el 2007 o a Pereiro buscando su etapa años antes de coronarse campeón del Tour. Por sus curvas, en dirección contraria, me acuerdo de Thor Hushovd, campeón del mundo, camino de Lourdes, arrollando a sus rivales escaladores y franceses.

Fue la última vez que el Tour pasó por allí, subiendo la vertiente del Soulor y terminando en la ciudad-santuario. Lourdes no es bella, pero sí es enigmática. La grandilocuencia de su monasterio, de su presunto misterio, de toda la parafernalia comercial que rodea su leyenda, cautiva al mismo tiempo que intriga. Al borde de los Pirineos, en línea recta, de Lourdes se llega a Argelés-Gaszot, lugar común entre los ciclistas. Y de ahí, a una de las mayores experiencias que he vivido jamás.

Cuando decidí adentrarme en las entrañas del Tourmalet desconocía que el puerto estaba cerrado, en obras y en mitad de la nada. Era noviembre. Ya habíamos subido el Aubisque (conducía acompañado de un amigo) y decidimos experimentar en nuestros huesos qué se siente al descender y volver a subir; al pedalear hacia el monstruo, hacia una muerte segura. El cielo se caía sobre nuestras cabezas, llovía y nos dirigíamos desorientados, sin saber muy bien hacia donde.

El monstruo del Tourmalet

La carretera, sin embargo, era inequívoca. Y comenzamos los más de quince kilómetros de subida embriagados por la emoción de un sueño cumplido: recorrer las rampas, tan célebres como mortales, del Tourmalet. Primero llovió y luego nevó. Ningún coche se nos cruzaba. El cielo cada vez era más oscuro. Todo tenía un aire tétrico y excitante que nos hacía empujar el coche hacia arriba con más y más miedo, pero al mismo tiempo con menos ganas de frenar.

Era tal la sensación que experimentamos, fueron tantos los recuerdos frente al televisor viendo cómo tantos y tantos ciclistas se retorcían sobre sí mismos, que nos reíamos solos mientras negociábamos cada curva de herradura. Hasta que la nieve dijo basta y paramos. Paramos, saboreamos la gloria y olimos a azufre. El diablo había pasado por allí.

Apenas restaron tres kilómetros para coronar el puerto-mito. Fue una auténtica lástima, pero la tensión acumulada de un viaje tan repleto de incertidumbre (en muchos momentos no sabíamos siquiera si nos dirigíamos ciertamente al Tourmalet), las condiciones climatológicas (hubo episodios algo delicados) y el clima apocalíptico que envolvía a la montaña, merecían un colofón tan imposible.

Motor, adrenalina e historia ciclista. Todo ello combinado en un paraje único. Recomiendo con fervor, si se juntan estas tres pasiones, vivir una experiencia de este tipo. Al menos una. Merece la pena dar rienda suelta a la imaginación, al volante y a la vista.

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