Experiencias inolvidables

Aquí no hay nada

Son las cinco y veinte de la mañana y acabo de cerrar tras de mí la puerta de mi casa. Como un zombie etílico me arrastré hasta la cocina y abrí el frigorífico, que me recibió con los brazos abiertos y más bien poco dentro. Botellas de agua, un bol con una salsa de yogur, unos higos pendientes de terminar de madurar. Encuentro en un cajón un paquete de salchichón. 14 lonchas, 1 euro.

Me quedo mirándolo fijamente. Qué mierda, pienso. Esto da para dos sandwiches de pan de molde y poco más. Por un euro. En un ataque de cliché o señal de envejecimiento, según se mire, me encuentro pensando que qué caro se ha vuelto todo. De camino al salón con mi paquete de salchichón y mi pan de sandwich, de repente recuerdo haberme cruzado pocos días atrás, en una obra —uno de esos últimos vestigios de la España del ladrillazo—, con un albañil apoyado en un muro con un paquete igual que el mío en la mano.

Hice cuentas. Un euro de salchichón tiene las lonchas justas para un bocadillo hecho con pan decente. El botellín de Cruzcampo que sostiene en la otra mano, otro euro como mucho en algún bar o chino de los de aquí. Dos pavos para la comida del día. Nada de un par de tapas en un bar, un par de cervezas, un rato de conversación, disfrutar de la comida. No se puede. El hombre había buscado un pedazo de sombra y, apoyado contra uno de los muros del edificio en construcción, disponía meticulosamente las lonchas de salchichón dentro del bollo con las manos aún manchadas de cal.

Me sorprendió la abrumadora naturalidad con la que la mayoría de los españoles hemos vivido un proceso tan brutal de pérdida de poder adquisitivo y de merma en los derechos fundamentales. Muchísimos españoles, afectados directamente por la situación —porque no puede ser de otro modo— pero no demasiado, lejos de casos de deshaucios, de ser una de las casi dos millones de familias con todos sus miembros en paro, de haber perdido el último subsidio por desempleo, simplemente miraron la televisión mientras todo ocurría.

Hemos aceptado con una naturalidad pasmosa que mil euros es un sueldo cojonudo. Que si tienes menos de treinta haz como si nunca hubieras oído el término estabilidad laboral. Que si tienes más de cuarenta y cinco y te vas a la calle porque este año toca ERE, el mercado laboral está tan cerrado para ti como las puertas de Mordor. Que cobrar en blanco es una cosa de otro tiempo. Que irse de vacaciones también lo es. Que hacer planes a más de tres meses vista también lo es. Que hay que irse fuera porque aquí no hay nada. Porque aquí no hay nada.

Simplemente miramos la televisión. Nos contaron una historia. Poco a poco, día tras día, titular tras titular. La historia tenía más o menos sentido, o eso intentaban por todos los medios, y cuando no lo tenía rápidamente inventaban uno entre todos. Terribles datos económicos, amago de rescate, rescate sí pero no —pero por supuesto que sí—, esto lo paga la banca, luego resulta que no lo paga la banca sino que los pagamos todos, la cosa va mejor, el paro baja en 31 personas, pero tenemos medio millón de personas menos en la seguridad social desde principios de año, pero esos 31 son lo que importa, eh. Aunque el noventa por ciento sean contratos precarios y que incumplen la legalidad. Esto marcha. ¡Somos la envidia económica de Europa y el mundo! Hemos escuchado a Montoro mientras decía esto y no hicimos nada. Simplemente miramos la televisión.

Muchos tachan de ridícula la estrategia mediática del Gobierno, pero que no se engañen, está resultando eficacísima. Consigue una cosa fundamental: sembrar una duda alimentada por la falta de buena información. Ante esa duda que ellos mismos generan o inventan, automáticamente saltan al resorte de la presunción de inocencia —confundiendo así, en un mal síntoma, lo político con lo judicial— o del beneficio de la duda, y lo dejan ahí. Puede que luego, casi siempre ocurre, la realidad contradiga su versión de lo sucedido, pero el daño ya está hecho. Cuando el tiempo pasa, mucha gente pierde la capacidad de reevaluar. Y mucha otra gente simplemente está dispuesta a creer lo que diga cualquiera, sea ya por pereza o por desinterés en lo que realmente ocurre, con tal de no tener que pensárselo mucho.

Además, adoptaron desde el comienzo una táctica cruel: abusar de la memoria histórica de los españoles y ponerla a jugar en su contra. Por esa suerte de historia trágica que vive España desde 1898, se ha conseguido apuntalar la idea de que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, que nos habíamos creído algo que no éramos, que éramos tontos y habían tenido que venir a decírnoslo. Un bonito mensaje ése para que se lo diga el gobernador al gobernado.

Hasta hoy, no hemos sabido responder. La desorganización social de las clases medias, especialmente entre los jóvenes, y la desafección política han conseguido convertir el descontento social en una orgía esquizofrénica de ideas y actuaciones que no encuentran dirección ni camino.

Esto tampoco es fortuito: ciudadanía, democracia, derecho, economía o Unión Europea son materias que no forman parte de ningún temario en ninguna escuela de España. Por eso, cuando alguien se inventa un mundo imaginario en el que 31 parados menos es una magnífica noticia para todos, es más difícil responderle con argumentos o, simplemente, no dar crédito a sus patrañas. Por eso vivimos en una sociedad alimentada de miedos, dudas y oscuridad, que se muere un poco, muy lentamente, todos los días.

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