Experiencias por vivir

Traidores

Con los gobiernos pasa un poco lo mismo que con los espías: nos sorprende con especial intensidad cuando la cagan porque nos cuesta mucho asumir que, de la misma manera que ocurre en cualquier otra profesión, hay un montón de gente que no tiene ni idea de lo que hace. En su brillante ensayo Bugger, el periodista de la BBC Adam Curtis concluía, tras una explicación con todo lujo de detalles, que la historia de los espías era poco más que un esperpento colectivo que nadie se habría tomado en serio de no ser por las películas y la literatura de a penique.

La gestión, por ser benevolentes, de la Administración Obama con del caso Snowden es una historia por la que se hubieran pegado los Arniches y Álvarez Quintero de la política. Deprime en especial que sean dos de los presidentes menos conservadores según el discurso mayoritario, Hollande y Obama, los que estén pidiendo una guerra en Siria en un oasis de soledad e instaurando una versión contemporánea de la distopía orwelliana del Gran Hermano, respectivamente.

No sorprende que numerosas voces pongan en cuestión la buena salud de la democracia en un país como Reino Unido, que con la detención durante nueve horas en Heahtrow de la pareja del periodista Glenn Greenwald ha demostrado que no les importa sobrepasar cualquier límite para salvaguardar sus secretos, aunque ello conlleve un ataque directo a la libertad de prensa frente a los ojos de toda la población mundial.

Lo hacen para protegernos. Ésa es la única explicación que reciben los ciudadanos, en su total infantilismo y condescendencia. Lo que no está realmente claro es de quién hablan cuando hablan de “nosotros”. Muy pronto lo representativo flirtea con lo endogámico, y la democracia corre el peligro de subvertirse en burocracia inoperante. Hay una opinión generalizada sobre la clase política que sostiene que anteponen sus propios intereses muy por encima de los de aquellos a quien representan (y les sustentan). A este statu quo, con una democracia convertida en burocracia sin ideas, lo llamaba Marx “la república petrificada”.

También advirtió contra ello Max Weber, que enumeró algunos síntomas que a muchos les resultarán familiares: corrupción, conflictos de competencias, nepotismo, elusión de responsabilidad por parte de los cargos públicos, rigidez e ineficacia en el ámbito legislativo, ausencia de autocrítica y cambio, mayor desigualdad en el medio plazo. Como retrato robot se acerca bastante.

En este estado de cosas, la Agencia estadounidense que espía las comunicaciones de ciudadanos y dirigentes de todo el mundo se excusa con que lo hacen para protegernos y que han conseguido evitar atentados terroristas, aunque son incapaces de detallar algo sobre ninguno de ellos. Se parece a la historia del niño que bailaba haciendo gestos extraños todo el tiempo. Cuando su padre le preguntó por qué lo hacía, el niño respondió que así mantenía lejos al fantasma que se lo iba a comer. “El fantasma más cercano está a 50.000 kilómetros”, le respondió el padre medio en broma. “¿Ves lo bien que funciona mi baile?”, comentó el niño.

Conviene prevenir, en cualquier caso, contra aquellos que sostienen que la solución a la inoperancia de la actual burocracia pasa por un Estado cada vez más empequeñecido, que deja de garantizar el bienestar social para convertir la vida en una exasperante carrera sobre la jungla de asfalto con el absurdo cometido de conseguir más dinero que los demás para poder comprar más cosas. Precisamente, uno de los mayores eslóganes del neoliberalismo económico es el mejor caldo de cultivo de las burocracias anquilosadas: las empresas-corporaciones y las personas son de igual naturaleza ante la ley. Siendo así, el Gobierno se convierte en una corporación más, que actúa según las normas del mercado, de maximización de beneficios y de acumulación de poder para conseguir posiciones determinantes en el tablero global mundial. Hace que el Gobierno se refiera sólo a ellos mismos cuando dicen que lo hacen para “protegernos”.

Un país que detiene a la pareja de un periodista bajo una ley antiterrorista no puede afirmar que lo ha hecho por el interés de la mayoría de los ciudadanos. Un país que hace malabares diplomáticos para dejar en ridículo al Presidente de un país como Bolivia, que toca tambores de Guerra Fría con Rusia por alojar a un informático de 29 años que quiere fomentar un debate público sobre los límites de la seguridad y la privacidad, no puede decirle a la mayoría de la gente que lo hace por protegerles.

Y un Gobierno que actúa a golpe de mayoría absoluta, con el rechazo frontal de toda la oposición y una amplia parte de la ciudadanía, no puede decirle a los españoles que lo hace por su bien. En esta partida hay sólo un interés claro. Tal como afirmó Soraya Sáenz de Santamaría, el Partido Popular actúa “como empresa”. Y su cometido no es servir a los ciudadanos, sino sobrevivir, y generar beneficios, a toda costa. Y eso lo explica absolutamente todo. Sólo representa a sus propios intereses, por lo que el calificativo de “representativo” ha de serle retirado por simple ecuanimidad lingüística.

El miedo global de las civilizaciones occidentales es a que los ciudadanos sepan demasiado. A que podamos juzgarles, a que no puedan considerarnos idiotas que no entienden de la misa la media cuando les critiquemos. Cuando no puedan actuar impunemente contra los intereses de la mayoría, o al menos haya un riesgo serio en ello. Diríase que los Parlamentos occidentales se han convertido en gigantescos criaderos de champiñones: para crecer necesitan oscuridad y un buen puñado de mierda. Estas estructuras de poder, y no los Manning ni los Assange ni los Snowden, son las verdaderas traidoras de la democracia.

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Comentarios

  1. Comentario by Aquí no hay nada - septiembre 10, 2013 08:45 am

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