Lo que no se sabe
Estamos sentados alrededor de una mesa en la que se amontonan latas de cerveza, colillas, fichas de póker y cartas arrugadas. El runrún de un ventilador insistente, soniquete eterno de un agosto en el sur, mueve el aire viciado por el tabaco y contribuye al soporífero ambiente de la velada. De los nueve que estamos reunidos, ninguno tenemos nómina ni nada que se le parezca. No sabría decir si nos matan los días o se nos mueren las noches o al revés. Fumamos, jugamos y bebemos en silencio, y en cada calada el humo se pega con el sudor.
M. acaba de volver de pasar nueve meses estudiando en el norte, a razón de nueve mil pelotes por curso que han pagado sus padres. Ha hecho el primero de los cuatro cursos y trae de vuelta la noticia de que no piensa seguir. Cuando le preguntamos qué le parece tirar millón y medio del dinero de sus viejos con la que está cayendo, dice que lo hace porque no tiene afinidad de espíritu con sus compañeros, que no han conseguido entender los planteamientos que él tiene sobre el asunto en cuestión. Nos cuenta que va a intentar un extraño proyecto mercantil; me acuerdo de Jesús Puente, que hoy hubiera presentado un reality delirante llamado Lo que necesitas es ser emprendedor. Cuando le preguntamos por la viabilidad económica del proyecto y el plan de empresarial, enmudece. Vuelve al tema del espíritu.
Dejadlo ya que haga lo que quiera, dice P. Si total, todos sabíamos que éste era el final. Reímos y luego callamos y seguimos jugando. ¿Sabéis que Monsanto se ha comprado Blackwater?, comenta. Indignación generalizada en el salón hasta que les explico que la noticia es falsa, lo que requiere además que les enseñe el desmentido en el navegador del teléfono móvil. Es curioso cómo la cultura de la sospecha funciona de manera tan eficiente en personas capaces de creer sin dudar un segundo que una empresa se compre un ejército privado. S. se levanta para ir a por hielos. Me enciendo un cigarro ante la desaprobadora mirada de E., que mantiene impolutos sus pulmones pero se mete botella y media de whisky entre pecho y espalda cada fin de semana. Suben las ciegas.
La reciente obsesión occidental con erradicar el tabaco de la vida diaria es risible cuando se mira en perspectiva. Fuera de nuestro primer mundo, que camina hacia atrás por días ante numerosos gestos de aprobación de las élites extractivas (vulgo gobernantes ladrones), los infinitos perjuicios para su vida y la de quienes les rodean, así como la enorme cantidad de dinero que le cuesta a las arcas públicas el hecho de que usted fume, dan básicamente igual. El consumo de tabaco se mantiene en niveles similares, y en muchos países, caso de China, se incrementa de manera estable.
En estos países, preocuparse por el tabaco es una gilipollez porque hay siete enfermedades, varios fenómenos naturales y otros eventos súbitos que pueden matarte con bastante más rapidez y dolor, y de manera menos previsible, que el tabaco. Así que nadie se molesta en poner fotos desagradables de gente que es probablemente de Oregon para disuadir a la gente de que fume. Pierdo la mitad de mis fichas con pareja de caballos contra trío de cincos en el river. Mala suerte.
La conversación, que parecía no poder mejorar después de Monsanto, derivó pronto hacia el Nuevo Orden Mundial; como dicen los ingleses, everybody’s favorite. No les parece que este movimiento tenga nada que ver con la evolución sociológica de los pueblos occidentales (y de sus dirigentes) a partir de la Segunda Guerra Mundial. Más bien se trata de una complejísima trama urdida para anular a la humanidad. En las versiones más aventureras, bajo el control de los extraterrestres, de antiguos sacerdotes egipcios transfigurados o de reptilianos. Está por estudiar el papel de Mulder y Scully en todo este fenómeno cultural.
Vamos para bingo con el Club Bilderberg, la reunión secreta entre representantes de las ya mencionadas élites extractivas (vulgo gobernantes ladrones) donde el futuro del mundo se decide entre café, copa y puro siguiendo los malvados planes anteriormente detallados. Todo lo que averiguamos de sus encuentros son la fecha, el lugar y la lista de participantes. El perfecto alimento para el estado mental de la sospecha y la conspiración, que tan a menudo ha sido fructífero alimento para la literatura distópica. Cuando les pregunto a mis amigos por qué no comparten ese mismo interés por la Asamblea Anual de Davos, que es básicamente lo mismo que Bilderberg pero en abierto, me responde el ronco runrún del ventilador (y algunos comentarios despectivos hacia mí, que forman parte del aliño habitual contra mis intervenciones pedantes).
Entre la gente joven, en un alarde socrático impropio de nuestro tiempo, hay verdadera sabiduría de lo que no se sabe, pero de lo que sí se sabe se sabe más bien poco (¡rayos y retruécanos!). Las causas y problemas que convergen son varios: la deriva sociológica, la estandarización de la infoxicación, la puesta en abismo de lo identitario individual en la era de internet, la cultura de la sospecha y un creciente nivel de incultura general entre la población más joven justo en la época en que más necesario es el conocimiento para entender el mundo.
Cualquier discusión es inútil porque sus argumentos, al estar fundamentados sobre la sospecha, son irrebatibles. Cada fábula desmontada da lugar a una mayor, que aumenta las proporciones de la trama conspiratoria hasta niveles que cuesta imaginar posibles en el ser humano (sólo en el caso del resto de nosotros). Lo que sí es cierto es que, al menos, el mundo que construyen las teorías de la conspiración es más divertido que éste. Quizá tenga algo que ver con la necesidad impuesta entre los que hemos crecido en la era del videojuego y la televisión: encontrarle como sea un entretenimiento a cualquier cosa. Eso y un miedo atroz a enfrentarse a un mundo que parece imposible comprender. Me lo juego todo con dos y siete.
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