El sobrevaloradíííísimo Peter Jackson
Uno de los casos más flagrantes de sobrevaloración de un director cinematográfico es, sin duda alguna, Peter Jackson, cuya evolución dentro del marco actual ha sido una de las más inesperadas si tenemos en cuenta los humildes orígenes del director neozelandés cuando nos presentaba películas de bajo presupuesto, obras de culto en determinados círculos, y miramos ahora a la carrera que lleva desde hace más de diez año o a su cartera de proyectos. El primer director en la historia del cine que cobró la friolera de 50 millones de dólares por dirigir una de sus mastodónticas obras, a todas luces exagerado —lógico por pensar en los beneficios de la productora—, sobre todo pensamos que con ese sueldo se podrían filmar en nuestro país unas 24 películas aproximadamente. Casi nada.
Evidentemente hablar de números es centrarse únicamente en el factor de negocio de un arte que cada vez parece más abocado al disfrute inmediato y olvido eterno de muchas de sus muestras. Aquí estamos para hablar de lo que realmente nos interesa, la parte artística del negocio, el cine con mayúsculas, el resto no son más que números que reflejan una moda. A Jackson lo conocimos allá por finales de los ochenta cuando estrenó la muy gore ‘Mal gusto’ (‘Bad Taste’, 1987), en la que ya mostraba un equilibrio ético/estético bastante errático, aunque no se le podía negar cierta personalidad, o estilo, o como lo queráis expresar. Las intenciones de Jackson eran suplir el presupuesto de una película con litros y litros de sangre que desde cierta perspectiva puede tener su encanto.
‘Braindead, tu madre se ha comido a mi perro’ (‘Braindead’, 1992) —idiotez de subtítulo español donde los haya— contiene los mismos errores, dependencia excesiva de unos excesos, valga la redundancia, visuales que ahogan la premisa de una película con un detalle genial para mí, aunque sólo sobre el papel: el cura karateka. Dejando a un lado las simpatías, y también rechazos, que pueden o no despertar los primeros trabajos de Jackson, creo que nadie estaba preparado por lo que vino después. Se vistió de autor —nunca entenderé esa etiqueta, inventada por aquellos que necesitan clasificarlo todo— con la desequilibrada en todos los aspectos ‘Criaturas celestiales’ (‘Heavenly Creatures’, 1994), en la que mi admirada Kate Winslet está insoportable, y contiene uno de los peores chistes/homenaje jamás dedicados al cine, el de Orson Welles.
De ahí a ser contratado por Robert Zemeckis también hay un paso gigante. Jackson empezaba a moverse con presupuestos más generosos, y lo cierto es que, dentro de sus ambiciones ‘Agárrame esos fantasmas’ (‘The Frighteners’, 1996) transmitía un buen rollo que no se ve en otra película de su director, devolviendo incluso a Michael J. Fox a su imagen de héroe ochentero juvenil. Cinco años después dicho presupuesto se multiplica casi al infinito cuando el director es el elegido para llevar a la pantalla la famosa obra de J.R. Tolkien ‘El señor de los anillos’, con millones de fans —que de literatua sabrán lo que yo sé de la vida sexual de las cucarachas en países tropicales— que miran con lupa el proyecto, como si las técnicas narrativas de ambas artes fueran similares, error muy común proveniente del desconocimiento.
Las intenciones de la New Line, la productora del evento, que se anuncia hasta en la sopa, son las de crear una nueva trilogía a la altura de la original Star Wars, que precisamente recoge, y no pocos, elementos de la obra de Tolkien. Una especie de revancha con la adaptación definitiva —existe una previa de Ralph Bashki que no recoge toda la obra en su totalidad— que coloca a su director en el podio de los más conocidos por el público. Pero Jackson, en un dificultoso proceso de adaptación se estrella contra sus propias limitaciones como director, realizando una enorme y larga película dividida y estrenada en tres partes, de las cuales yo sólo disfruto con la tercera, por motivos evidentes, el dichoso viaje de Frodo con el anillo de las narices llega a su fin, el clímax está bien marcado y hasta me emociono. Eso sí, mucho mejor la versión extendida que la comercial estrenada en cines, que adolece de cambios de ritmo.
No ocurre así con las otras dos, tan veneradas, que no resisten un segundo visionado ni de lejos, resultando una experiencia soporífera. El director, que confiesa inspirarse en cierto cuento de hadas de Ridley Scott, incomprendido aún a día de hoy incluso con las más que evidentes referencias a los films oníricos de Jean Cocteau, no sabe imprimir ritmo a una historia que tarda en arrancar por una descripción de personajes tan plana como absurda, y los efectos visuales, evidentemente necesarios, ahogan toda concepción dramática, surgida del texto más que de la puesta en escena, la herramienta narrativa por excelencia en el séptimo arte. Eso sí, los muñequitos, las figuritas, y las demás chorradas visuales, todos muy bonitos, aunque me provoquen un largo bostezo.
Hay muchos y grandes directores a lo largo y ancho de la historia del cine, arte que no se inventó en 1994 aunque muchos lo crean así, que sí logran emocionar. Jackson no, y eso que su nueva trilogía —paso por encima de las películas del gorila gigante y la de la niña en el cielo porque me parecen chistes—, al menos la primera entrega, tiene un tono infantil de cuento mejor marcado. Pero no nos toquemos todavía, que el tiempo, absolutamente necesario para la reflexión, tendrá la última palabra.
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